A continuación transcribo el prólogo del libro "Derecho constitucional, neoconstitucionalismo y argumentación jurídica" del constitucionalista Jorge Zavala Egas
PRÓLOGO.
Este libro que el lector tiene en sus manos es una magnífica muestra, una más, de la vitalidad de la teoría jurídica y constitucional latinoamericana, de cómo el mejor debate sobre el Derecho y sus circunstancias actuales atraviesa hoy las fronteras y de la presencia de profesores y estudiosos que, como Jorge Zavala Egea, manejan las más depuradas e innovadoras herramientas del análisis jurídico actual. Por fortuna para todos, la dogmática constitucional de calidad ya no es monopolio alemán o italiano, ni siquiera europeo; tampoco norteamericano. Bien se comprueba al leer este excelente libro.
La invitación que se me ha cursado para escribir este prólogo es consecuencia de la amistad con que el autor me honra, amistad tan reciente como honda, y de los contactos académicos con la doctrina ecuatoriana, también comenzados hace poco tiempo, pero que me han supuesto un estimulante enriquecimiento académico e intelectual. Por todo ello, me propongo en estas breves páginas realizar algunas consideraciones generales sobre uno de los temas de este rico libro, el neoconstitucionalismo, y contribuir modestamente a alguno de los debates abiertos en esta obra. Para los pormenores y para el intercambio de ideas en detalle con el profesor Zavala y tantos otros amigos, habrá sin duda muchas ocasiones en un futuro cercano, pues no en vano el eco de este Derecho constitucional, neoconstitucionalismo y argumentación jurídica será intenso y duradero.
Pretendo, pues, aportar a la discusión algunas tesis sobre el significado del neoconstitucionalismo en Latinoamérica y, en particular, en países como Ecuador. En cuanto que soy feliz invitado en libro ajeno, no podré demorarme en páginas ni perderme en detalles. Así que al grano y dicho sea todo desde el interés que me ha despertado este libro que prologo y en homenaje a la pasión teórica de su autor, a su rigor intelectual y a su bonhomía personal. Por último, si me he animado con el estilo un tanto provocativo y desenfadado de las líneas que siguen, ha sido desde la conciencia de que el autor de este brillante libro es un exquisito polemista, un enamorado del buen debate y un animoso cultivador de las virtudes formativas de la vieja dialéctica. Me permitiré una anécdota personal a este respecto.
En mi reciente visita a la Universidad en la que ejerce su magisterio el profesor Zavala, la UEES, en Guayaquil, él hacía de introductor y muy solvente presentador de los temas que a mí me tocaba exponer, y lo hacía abundando deliberadamente en puntos de vista y doctrinas que bien sabía que eran objeto de mis críticas y desacuerdos. Cuando llegaba mi turno y en efecto me lanzaba por ese camino, la sonrisa satisfecha del doctor Zavala dejaba ver algo similar a lo que debe de sentir el buen torero cuando coloca al toro en el tendido mejor para su lidia, en su cara se leía “ya conseguimos que dijera lo que queríamos que dijera para que podamos tener una rica discusión”. Y así era, resultaron magníficos y, para mí, absolutamente enriquecedores aquellos encuentros con el profesor Zavala, con sus discípulos y con el resto de la concurrencia, en eventos que guardo como memorables.
¿A qué llamamos neoconstitucionalismo?
El denominado neoconstitucionalismo es una corriente u orientación doctrinal de perfiles un tanto difusos, lo que no impide que entre los propios defensores y cultivadores de esos planteamientos se pueda hablar ya de un “canon neoconstitucional”[1]. Puesto que en las discusiones entre neoconstitucionalistas y sus críticos uno de los reproches más comunes es el de que se desfiguran los conceptos y las definiciones de unos y otros, me permitiré reproducir aquí la caracterización que del neoconstitucionalismo, con ánimo crítico, he ofrecido y, al menos en parte, desarrollado en otros lugares[2]. Estas son las notas que definirían el modelo pleno o radical del neoconstitucionalismo[3].
1. La mención, como novedad muy relevante y determinante de una nueva y revolucionaria manera de concebir el sistema jurídico, de la existencia en las constituciones contemporáneas de cláusulas de derechos fundamentales y mecanismos para su efectiva garantía, así como de cláusulas de carácter valorativo cuya estructura y forma de obligar y aplicarse es distinta de las de las “reglas”. Se trataría del componente material-axiológico de las constituciones.
2. La muy importante presencia de ese tipo de normas, que conforman la constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, de carácter objetivo.
3. Así entendida, la Constitución refleja un orden social necesario, con un grado preestablecido de realización de ese modelo constitucionalmente prefigurado y de los correspondientes derechos.
4. Ese orden de valores o esa moral constitucional(izada) poseen una fuerza resolutiva tal como para contener respuesta cierta o aproximada para cualquier caso en el que se vean implicados derechos, principios o valores constitucionales. Tal respuesta será una única respuesta correcta o parte de las respuestas correctas posibles. La pauta de corrección es una pauta directamente material, sin mediaciones formales ni semánticas.
5. Esa predeterminación de las respuestas constitucionalmente posibles y correctas lleva a que deba existir un órgano que vele por su efectiva plasmación para cada caso, y tal labor pertenece a los jueces en general y a los tribunales constitucionales en particular, ya sea declarando inconstitucionales normas legisladas, ya sea excepcionando, en nombre de la Constitución y sus valores y derechos, la aplicación de la ley constitucional al caso concreto, o ya sea resolviendo con objetividad y precisión conflictos entre derechos y/o principios constitucionales en el caso concreto.
6. Puesto que en el orden axiológico de la Constitución quedan predeterminadas las soluciones para todos los casos posibles con relevancia constitucional, el juez que resuelve tales casos no ejerce discrecionalidad ninguna (Dworkin) o la ejerce sólo en aquellos casos puntuales en los que, a la luz de las circunstancias del caso y de las normas aplicables, haya un empate entre los derechos y/o principios constitucionales concurrentes (Alexy).
7. En consecuencia y dado que las respuestas para esos casos con relevancia constitucional están prefijadas en la parte axiológica de la Constitución, el aplicador judicial de la misma ha de poseer la capacidad y el método adecuado para captar tales soluciones objetivamente impuestas por la Constitución para los casos con relevancia constitucional. Tal método es el de ponderación.
8. La combinación de constitución axiológica, confianza en la prefiguración constitucional –en esa parte axiológica- de la (única) respuesta correcta, la negación de la discrecionalidad y el método ponderativo llevan a las cortes constitucionales a convertirse en suprainstancias judiciales de revisión, pero, al tiempo, les proporcionan la excusa teórica para negar ese desbordamiento de sus funciones, ya que justifican su intromisión revisora aludiendo a su cometido de comprobar que en el caso los jueces “inferiores” han respetado el contenido que constitucionalmente corresponde con necesidad a cada derecho.
9. Puesto que los fundamentos de ese neoconstitucionalismo, por las razones expuestas en los puntos anteriores, son metafísicos y se apoyan en una doctrina ética de corte objetivista y cognitivista, en las decisiones correspondientes de los tribunales, y muy en particular de los tribunales constitucionales, hay un fuerte desplazamiento de la argumentación y de sus reglas básicas. Dicha argumentación adquiere tintes pretendidamente demostrativos, puesto que no se trata de justificar opciones discrecionales, sino de mostrar que se plasma en la decisión la respuesta que la constitución axiológica prescribe para el caso. Con ello, la argumentación constitucional se tiñe de metafísica y toma visos fuertemente esotéricos.
10. El neoconstitucionalismo, en consecuencia, posee tres componentes filosóficos muy rotundos. En lo ontológico, el objetivismo derivado de afirmar que por debajo de los puros enunciados constitucionales, con sus ambigüedades y su vaguedad, con sus márgenes de indeterminación semántica, sintáctica y hasta pragmática, existe un orden constitucional de valores, un sistema moral constitucional, bien preciso y dirimente. En lo epistemológico, el cognitivismo resultante de afirmar que las soluciones precisas y necesarias que de ese orden axiológico constitucional se desprenden pueden ser conocidas y consecuentemente aplicadas por los jueces. En lo político y social, el elitismo de pensar que sólo los jueces o prioritariamente los jueces, y en especial los tribunales constitucionales, están plenamente capacitados para captar ese orden axiológico constitucional y lo que exactamente dicta para cada caso, razón por la que poseen los jueces el privilegio político de poder enmendar al legislador excepcionando la ley y justificando en el caso concreto la decisión contra legem, que será decisión pro constitutione, por cuanto que es decisión basada en algún valor constitucional.
El neoconstitucionalismo en América Latina: enigmas de la sociología del conocimiento jurídico.
Con el neoconstitucionalismo suceden algunos fenómenos que, bajo el prisma de una cierta sociología del conocimiento jurídico, resultan en verdad llamativos. Uno de ellos es la sintonía neoconstitucionalista entre teóricos de orientación ideológica aparentemente opuesta, fuertemente conservadores y tradicionalistas unos y altamente progresistas y deseosos de cambios sociales los otros. ¿Qué puede explicar que de tan hondas discrepancias políticas y morales salga un acuerdo tan intenso respecto a la esencia axiológica, moral, de la Constitución, respecto a la prioridad de esos valores constitucionales sobre los resultados de la soberanía popular o de la justicia “objetiva” sobre la política democrática?
En mi opinión, se trata de una tregua y de un desplazamiento del campo en el que ha de darse la batalla definitiva. Unos y otros se remiten a los jueces y confían en hacer valor sus valores y su sistema moral por medio de la judicatura y a base de controlar y manejar a quienes integren los más altos tribunales. Yo estoy de acuerdo con usted en que lo que ha de dirimir el conflicto que nos ocupa no es ni la letra de la ley ni la de la Constitución, en lo que tengan de claras, y tampoco la pura e inevitable discrecionalidad judicial en lo que haya de indeterminado en textos constitucionales y legales, sino que han de hallar los jueces la respuesta única y objetivamente correcta a la luz de los valores superiores de la Constitución y de los más excelsos principios constitucionales; pero..., voy a luchar para nombrar yo a esos jueces o para que sean de mi cuerda.
Al neoconstitucionalista le suelen ocurrir dos cosas que para un “observador externo” y algo escéptico resultan bien llamativas. Una, que pese a su confianza en valores y principios constitucionales y en la “fuerza de irradiación” de la Constitución material, nunca desdeña la ocasión para luchar por los nombramientos de magistrados afines para las cortes constitucionales o los tribunales superiores. Diríase que esa Constitución moral, armónica y objetiva, que con tango rigor y certeza aporta para cada caso las soluciones indubitadamente correctas o de peso más claro a tenor de la debida ponderación, en realidad le habla nada más y sólo le muestra el camino debido al magistrado bien escogido, al de nuestro bando o de nuestro partido. Ese neoconstitucionalista que desdeña la política legislativa y que descree de que de las deliberaciones sociales puedan seguirse leyes que encierren una mínima justicia o que no desmerezcan de los ideales constitucionales, se lanza con pasión a la política judicial, diserta y conspira para que los magistrados de las últimas cortes sean unos u otros, en la convicción de que sólo una exigente política de nombramientos de jueces podrá servir para que la Constitución, con sus valores y principios, hable por sí misma y haga verdad el plan social de justicia y beatitud que encierra. ¿Por sí misma? Al parecer, la Constitución habla por sí misma, pero no a través de cualquiera: hace falta una especial cualificación política del médium. Por lo que se ve, los derechos pesan lo que pesan en cada caso, pero para ponderarlos no vale la báscula de cualquiera. La Constitución es muy precisa, pero muy suya.
La otra peculiaridad de los neoconstitucionalistas es que no suelen dudar de que su moral personal coincide, al menos en lo fundamental, con la moral objetiva que a la Constitución da su razón de ser y su aliento y que las cortes constitucionales y la judicatura en general ha de hacer valer en cada caso y ocasión. No recuerdo haber oído nunca a un neoconstitucionalista afirmar una cosa como esta: “discrepo de esa sentencia porque mi lectura o mi ponderación de los valores o principios constitucionales en juego es diversa de la del tribunal, pero reconozco que la del tribunal también puede ser correcta”; o como ésta: “yo había ponderado, pero mi ponderación era errónea y, sin duda, es más acertada la que con mayor precisión o mejor método ha llevado a cabo el tribunal en su sentencia”. No, su razonamiento acostumbra a ser de este otro tenor: “obviamente, el tribunal ha errado al ponderar o al calcular el alcance de la moral constitucional para el caso, y cualquier observador imparcial colocado en mi lugar llegaría a la misma conclusión que yo mismo: el tribunal se equivocó por no pensar como el observador imparcial y como yo mismo”. A ese juego pícaro entre observadores imparciales y parciales se le suele llamar constructivismo ético en estos tiempos de gatos pardos. El neoconstitucionalista nunca, por definición, hace ponderaciones constitucionales erróneas; las erróneas son, si acaso, las de los tribunales o los colegas que no coincidan con las suyas.
Otro fenómeno que en sede de sociología del conocimiento jurídico merecería un análisis detenido es el siguiente: el neoconstitucionalismo ha encontrado en muchos países de Latinoamérica su recepción más entusiasta en las universidades más elitistas y caras, en las que suelen estudiar los vástagos de las clases económica, política y socialmente dominantes. No será ésta regla son excepción, pero sí tendencia que como hipótesis lanzo para su examen y, si es el caso, refutación: cuanto más cara y exclusiva una universidad, tanto más y con mayor empeño se darán sus constitucionalistas al neoconstitucionalismo y a la lectura moral de la Constitución y de sus derechos. ¿Por qué ocurrirá tal cosa?
Puede que buena parte de las peculiares circunstancias que acabamos de reseñar halle su explicación en lo que podríamos denominar elitismo populista: las élites académicas, sociales y jurídicas mantienen su preeminencia y su control sobre los resortes básicos del sistema jurídico a base de adueñarse de la interpretación constitucional y de aparentar que en la Constitución se encuentra el cimiento para la construcción de una sociedad al fin justa y equitativa, sociedad justa y equitativa que ellos, expertos en principios y valores y armados con las herramientas de la más exquisita dogmática constitucional -a ser posible adquirida en el extranjero-, al fin van a traer al país y a los más menesterosos de sus conciudadanos. También podríamos hablar del complejo académico-judicial: la judicatura se nutre, en lo personal y en lo doctrinal, desde la academia; en la academia, a su vez, tienen su mejor voz y su mayor influencia esas universidades de las élites económicas y políticas; y los profesores que ocupan la vanguardia doctrinal del constitucionalismo son aquellos que se legitiman con títulos extranjeros y terminologías importadas. Todo ello para explicar y hacer valer que la revolución definitiva que conducirá a la implantación plena del Estado social de Derecho en países plagados de miseria, infestados de desigualdades hirientes y hasta desangrados por las violencias de todo tipo, será una revolución pacífica que se hará desde arriba y gracias al humanismo y las luces de lo más selecto de la sociedad y la academia.
Entiéndaseme, no es que me parezca mal que el profesorado más granado de las universidades más costosas pretenda implantar la justicia social y los derechos de tercera y cuarta generación a golpe de principios y sentencias; bien al contrario, me parece de lo más loable y estimulante. Lo que se me hace raro es que no lo consiga, pese a que en sus aulas y bajo su magisterio se forman los grupos rectores y las clases dominantes. Quizá es culpa de los viejos y rancios positivistas que quedan en alguna universidad más popular, más barata y, en consecuencia, menos comprometida con la liberación de los oprimidos.
¿Tergiversar la historia del pensamiento jurídico?
Ese mensaje “liberador” que el neoconstitucionalismo criollo lanza en muchos países latinoamericanos adolece, a mi modo de ver, de varios desajustes graves. Por una parte, da una última vuelta de tuerca a la tergiversación de la historia jurídica y jurídico-doctrinal de los países; por otra, deja en la sombra la historia misma de la imposición del Estado de Derecho democrático y social en aquellos países en los que ha llegado a cierta realidad tangible, como en algunos europeos. Repasemos sucintamente estos dos extremos, siempre con ánimo polémico y en espera de bien fundadas refutaciones.
La historia suele narrarse así en la literatura neoconstitucionalista al uso: el predominio de un férreo y autoritario positivismo jurídico ha mantenido a las naciones y los pueblos de Latinoamérica atados a las viejas estructuras de poder y privados de los derechos políticos y sociales que prometen las constituciones modernas. El fetichismo de la ley no habría dejado a los tribunales captar la potencia liberadora de los principios supremos de la moral jurídica; la obnubilación de los legisladores habría sido cortapisa para que los jueces dieran rienda suelta a su compromiso con el pueblo y sus necesidades básicas; el adoctrinamiento positivista en las facultades de Derecho habría mantenido a las sucesivas generaciones de juristas en la alienación y sin tomar conciencia del papel de vanguardia que en la nueva revolución jurídica les estaba reservado. Porque no se pierda de vista que, a diferencia de lo que creían Marx y los marxistas de antaño, ahora la vanguardia de los cambios sociales han de ser los juristas y el motor de la historia el Derecho, en particular el constitucional. A falta de proletarios con conciencia de clase, profesores que hayan leído a Dworkin; a falta de masas movilizadas, cortes constitucionales con buenos principios.
Se trata de hermosos mitos, pero mitos al cabo y, como tales, poco respetuosos con la verdad de los hechos y con el acontecer histórico realmente habido. Ni siquiera hace mucha falta insistir en lo poco que de autoritario y lo mucho que de comprometido con la democracia y los derechos fundamentales tuvieron los grandes teóricos del positivismo jurídico del siglo XX, como Kensen, Hart o Bobbio. Tampoco cambia ese diagnóstico si en la lista incluimos el positivismo jurídico “realista” o empirista de los nórdicos europeos, como Alf Ross, o de los norteamericanos. Igualmente, casi no merece la pena insistir en el dato histórico indiscutible de que quienes forjaron la leyenda de que el positivismo jurídico era responsable de los desmanes de dictaduras como la nacionalsocialista fueron antiguos nacionalsocialistas furibundos, como Karl Larenz o Theodor Maunz, que jamás fueron ni positivistas ni demócratas sinceros ni partidarios convencidos de los derechos fundamentales, salvo en sus versiones más elitistas, clasistas, discriminatorias y clericales. No hace falta ir tan lejos porque basta recordar la propia historia jurídica e ideológica de esos países americanos -y de España-en los que una y otra vez el poder dictatorial o más autoritario ha justificado sus desatinos no mediante apelaciones al valor de la ley legitimada en la soberanía popular, no en un legalismo con fuerte carga procedimental y garantista, no en la seguridad jurídica y la tolerancia de las ideas diversas, sino exactamente en lo contrario: en un principialismo iusnaturalista, en la inescindible unión entre Derecho y moral (verdadera), en la negación de la discrecionalidad judicial y en la fe en únicas respuestas correctas halladas en los estratos hondísimos de la ética jurídica, en justicias rancias y dignidades pretéritas.
Si hablamos de España, no fue el positivismo la doctrina oficial en los cuarenta años de oprobiosa dictadura de Franco, sino que en las universidades fueron los pocos positivistas perseguidos con saña y en los tribunales se dio todo el privilegio a tomistas y defensores cerriles de la ley eterna. No se confunda, por favor, el llamado legalismo positivista con el culto a la ley eterna que se difundió desde las facultades de Derecho bajo todas las dictaduras fascistas, a uno y otro lado del Océano Atlántico. No fue el respeto a los dictados legislativos ni a la letra de la ley lo que hizo a los altos tribunales una y otra vez comulgar con ruedas de molino, dar por buenas, justas, legítimas y perfectamente jurídicas las torturas, la pérdida de garantías procesales, la vulneración de las libertades primeras o el mantenimiento de la mayor parte de la población en la indigencia y el miedo; al contrario, todo ello se justificó desde los sacrosantos principios y valores jurídicos que los dictadores ponían en sus constituciones y leyes fundamentales o que los jueces del régimen encontraban en ellas a base de sofisticada hermeneusis y derroches de “prudencia”, “frónesis” y “razón práctica”.
¿Acaso no es eso lo que por ejemplo, para el caso argentino, muestra con meridiana claridad Alejandro Carrió en su magnífico libro La Corte Suprema y su independencia[4]? Lo que la Corte Suprema argentina hizo fue aplicar un principialismo de libro, ligar moral y Derecho del modo que más interesaba al poder en cada momento establecido y dar por legítimo y constitucional, matiz arriba o matiz abajo, cada uno de los golpes militares habidos en aquel país, incluidos los más sangrientos, y no precisamente porque las medidas tomadas por los golpistas fueran acordes con la letra del texto constitucional; bien al contrario: se las hizo siempre compaginar con los principios de fondo y los valores esenciales de la Constitución. ¿Es ésa la gran ventaja del principialismo y de la moralización del Derecho frente a la rigidez y la poca cintura que los positivistas muestran cada vez que algún poder quiere pasarse el texto de la constitución por el arco de sus intereses o sus obsesiones?
En suma, no hay un solo régimen dictatorial o autoritario del siglo XX en el que haya imperado el supuesto culto positivista a la legalidad o se haya proclamado como divisa la separación conceptual entre Derecho moral o la tesis de las fuentes sociales del Derecho. Exactamente ha ocurrido siempre al revés, ha sido el iusmoralismo, en cualquiera de sus versiones, el que ha proporcionado el respaldo teórico y la inspiración práctica al desmán político y al abuso jurídico de sátrapas y dictadores. No estoy afirmando con esto, en modo alguno, que todo iusmoralismo sea dictatorial y fascistoide, sino que la tesis que sostengo y que someto a contrastación histórica es exactamente esta: no ha habido en los países de nuestro ámbito cultural dictadura que no se quisiera y se proclamara antipositivista y iusmoralista.
Un último detalle en este punto. Justamente porque las constituciones y los textos legales de aquellas dictaduras o muy deficientes democracias estaban atestadas de valores, principios y todo tipo de declaraciones para la galería axiológica, los creadores de la doctrina del uso alternativo del Derecho proponían, en su tiempo, que los jueces demócratas hicieran un uso “alternativo” de ese tipo de cláusulas, interpretándolas contra los intereses del respectivo régimen y al servicio de la democracia y de los derechos de las capas populares de la población. Cuando las cosas fueron a mejor, aquellos profesores y jueces “alternativistas” se hicieron garantistas y se hartaron de advertir contra los riesgos autoritarios del iusmoralismo judicialista. Y ahora lo que apreciamos es cómo un cierto neoconstitucionalismo se está convirtiendo en la patente de corso para que poderes populistas y nada transparentes hagan un uso alternativo de las constituciones y las leyes, esta vez en perjuicio de la democracia y en pro del autoritarismo. Porque todo autoritarismo se justifica retóricamente con la promesa de que traerá la justicia social y la democracia más auténtica; en eso no es distinto Chávez de Franco, pongamos por caso y por no mencionar a otros.
¿Se puede construir un Estado de Derecho democrático y social a puro golpe de Constitución o hace falta algo más?
Llegamos de esta forma a la otra cuestión, la de si el Derecho o la Constitución obran milagros. Pues milagroso sería que pudiera transformarse un país de cabo a rabo con sólo llenar el texto constitucional de moralina, de valores colocados de tres en fondo, de principios y directrices, de promesas de amor eterno y de proclamaciones de buenos deseos y certeros métodos de ponderación. Se esté de acuerdo o en desacuerdo teórico con las tesis neoconstitucionalistas, se impone una precisión adicional: el neoconstitucionalismo no significa lo mismo en sus lugares de nacimiento, como Alemania o Italia, que en la mayor parte de América Latina. En Europa es culminación, más o menos afortunada, de toda una evolución del Estado, la sociedad y las constituciones; en América Latina es, por lo común, puro escarnio, subterfugio interesado, falsa conciencia y fuente de nuevas manipulaciones de los de siempre sobre los de siempre.
Algunas de las ideas que están en los orígenes de lo que llegaría a llamarse neoconstitucionalismo se explican por el miedo de sus autores y de su tiempo a las reformas sociales y a la ruptura del orden moral, político y social establecido, no por afanes progresistas y liberadores. Ideas que son parte hoy del mapa conceptual neoconstitucionalista, como la de que la Constitución es, en su fondo, un orden objetivo de valores, o la de que los principios constitucionales tienen efecto de irradiación (Austrahlungswirkung), provienen de los años sesenta en Alemania, de autores tan marcadamente conservadores como G. Dürig y de jueces tan obviamente conservadores como los que entonces ocupaban el Bundesverfassungsgericht. Cierto que se venía de las abominaciones del nacionalsocialismo, pero es rigurosamente falso que se pretendiera antes que nada dejar atrás la radical inmoralidad de su sistema jurídico a base de religar el Derecho y la moral en el nivel mismo de la Constitución. Es rigurosamente falso porque aquellos constitucionalistas, como Dürig y como Maunz, y la mayor parte de aquellos jueces, como Weinkauff, habían sido nazis militantes y convencidos o habían luchado en el frente y en los foros a favor del nazismo, y jamás pidieron perdón por ello ni proclamaron temor ninguno de que el nazismo pudiera retornar amparado en la legalidad. No, lo que les preocupaba eran las revoluciones izquierdistas, el marxismo y las reformas sociales que pusieran en cuestión el muy conservador orden de aquella democracia cristiana gobernante. Baste pensar, si queremos referirnos al Bundesverfassungsgericht, en la lamentable sentencia de la Berufsverbot. La Constitución como orden objetivo de valores, sí, pero el orden y los valores de aquella clase política y jurídica manchada de sangre, que no había pagado por sus complicidades hitlerianas y que no quería más democracia que la “cristiana” ni más reforma que la que permitiera perpetuar su dominio clerical e inmovilista.
Por otra parte, y dando un salto en el tiempo y en los caracteres, cuando Alexy o Zagrebelsky, aparte de otras coincidencias[5], escriben sobre la crisis terminal del positivismo, sobre la impregnación ética de las constituciones, sobre la esencia axiológica de las mismas, sobre la peculiaridad ontológica y estructural de los principios constitucionales en cuanto normas jurídicas, sobre la ponderación como método para hallar la respuesta objetivamente correcta en los casos de conflicto entre derechos fundamentales, lo hacen al final de una historia, en países en los que previamente han ocurrido ciertas cosas a lo largo de décadas y hasta siglos. Es decir, no escriben en Estados semifrustrados o semifallidos, ni en Estados en los que no hayan tenido su eco, aunque sea tardío, las llamadas revoluciones liberales, ni en Estados en los que no esté presente esa estructura jurídico-institucional y ese modelo de legitimación formal o procedimental que, según el análisis clásico de Weber, es definitoria del Estado moderno.
Precisemos un poco más. Que el neoconstitucionalismo principialista justifique mediante principios y valores constitucionales decisiones contra legem, inaplicaciones puntuales de la ley que venga al caso, se podrá ver con más o menos simpatía, pero es lujo que cabe permitirse en países en los que existe y está bien asentada una cultura de la legalidad. Cuando la legalidad es la regla en el comportamiento de la Administración y en las sentencias de los jueces, la excepción puede asumirse y hasta justificarse, precisamente por ser excepción. Cuando en los llamados países desarrollados la loable eficacia inmediata de ciertos derechos sociales se quiere conseguir a golpe de sentencia y sin dar demasiada importancia a la política social por vía legal, seguramente pierden los propios derechos sociales, pero no sufren gravemente los derechos de otro tipo, comenzando por los de libertad y siguiendo por los derechos políticos. En cambio, allí donde las libertades no están mínimamente asentadas y reconocidas y donde los ciudadanos carecen todavía de cauces reales y viables para el ejercicio de sus derechos políticos más básicos, para el ejercicio de la democracia y la realización de la soberanía popular, en suma, los derechos sociales instrumentalizados por jueces jaleados por profesores suelen ser la excusa perfecta para dejar en menos aún las libertades individuales y la democracia deliberativa. Ver a Chaves y a algunos imitadores alardeando de constituciones llenas de principios, valores y ponderaciones y asesorados por pobres diablos europeos que se dicen constitucionalistas y que van de país en país cual mercenarios de saldo y profetas afásicos de la buena nueva constitucional, mientras que esos mismos gobernantes cierran periódicos que se les oponen o reprimen a periodistas o simples ciudadanos que los critican, debería hacer reflexionar a más de un neoconstitucionalista precipitado y superficial.
La historia del Estado moderno puede ciertamente explicarse en clave de valores morales, vinculando su legitimidad a su capacidad para cumplir determinadas funciones relacionadas con valores tenidos por supremos en la época moderna. El Estado moderno nace como Estado absoluto y, ya sea por la vía de la doctrina de la soberanía de Bodino o por la del contrato social de Hobbes, se le pide que ponga fin a las guerras civiles y que brinde a sus ciudadanos, aún súbditos, garantía de su vida y su integridad física. Que el terror pueda venir de ese mismo Estado que ya monopoliza la violencia y que se quiere legítimo nada más que por tal monopolio, es temor que se confirma y que dio pie a una nueva exigencia: que, además de mantener la paz, el Estado vele por la libertad de todos y cada uno de sus habitantes; tanta libertad como sea posible en igualdad y, por tanto, libertad a través de la igualdad ante la ley. El Estado legítimo ya será Estado domesticado mediante la sumisión del gobernante a Derecho. Nace así, por obra de la concepción del individuo y del poder legítimo de filósofos como Kant o Locke, el Estado de Derecho, como Estado que es soberano pero que ya no se confunde con la persona del gobernante, pues éste ya no es soberano: soberana es la ley, y la ley la hace el pueblo. Rousseau da otra vuelta de tuerca. Llegados a este punto, ya no habrá Estado legítimo si no asegura la vida y la integridad física a sus ciudadanos, pero también la libertad mayor posible para todos, y también el igual derecho de todos a participar en las decisiones que establezcan los contenidos de las leyes que a todos han de obligar. Vida e integridad física, derechos de libertad, igualdad ante la ley y derechos políticos, ésos son los contenidos mínimos del Estado de Derecho, que ya tendrá que ser Estado constitucional y democrático. Esos valores y esos fundamentos de legitimidad no los inventa ni los descubre el neoconstitucionalismo hace cuatro días, sino que están en los genes mismos del pensamiento político de la modernidad.
Llegarán luego Marx y el marxismo, los pensadores socialistas y el sindicalismo obrero y quedará en evidencia una laguna y bastante engaño: toda esa libertad y toda esa igualdad puramente formal o ante la ley son perfectamente compatibles con la más radical explotación de unas personas por otras, y hasta la facilitan, disfrazando de igual lo desigual, otorgando estatuto jurídico idéntico a los socialmente dispares, aparentando que tienen el mismo poder de consentir y decidir los que en los hechos lo tienen completamente diverso. De esas luchas saldrán nuevas condiciones para el Estado de Derecho legítimo: ha de ser también Estado social y, mediante políticas necesariamente redistributivas de la riqueza e igualadoras de las oportunidades, han de asegurar a todos y cada uno de sus ciudadanos la satisfacción al menos mínima de las necesidades más básicas: sanidad, educación, vivienda...
Esa suma de objetivos y de conquistas jurídico-políticas y constitucionales llegó a ser realidad en algunos países del mundo, en unos pocos solamente, por desgracia: en buena parte de Europa y en América del Norte. En esos mismos Estados quedarán, pues, energías liberadas y espacio simbólico y social para nuevas reivindicaciones, y alcanzará pleno sentido y posibilidad la lucha por nuevas generaciones de derechos, ahora sobre todo derechos colectivos, como los medioambientales. En ese marco histórico, social, político, económico y jurídico, ni Dworkin ni Alexy ni Zagrebelsky desentonan lo más mínimo. En Bolivia tal vez sí, o en Perú. En ese marco el neoconstitucionalismo representa un cierto intento para mejorar caso por caso la justicia de las decisiones, allí donde en general la ley es eficaz y efectiva como medio para lograr altos estándares de justicia social, donde nadie -o casi- se muere de hambre, donde el crimen aún es noticia de primera página, donde el analfabetismos se ha erradicado. No se entienda que estoy contando una historia de buenos y malos, sino de suertes y desgracias: ha habido países, los llamados del primer mundo, que han tenido una enorme fortuna[6], simplemente eso; no es mérito moral ni merecimiento de otro tipo.
La secuencia antes relatada posiblemente no es casual. Para que exista Estado social seguramente hay que comenzar por construir antes que nada un auténtico Estado. Alexy o Dworkin sin Max Weber cojean. Para que la irrenunciable igualdad de oportunidades no sea cruel caricatura, han de estar previamente aseguradas las libertades individuales, como maravillosamente nos enseñó Isaiah Berlin, pues a qué vamos a poder aspirar si no se nos permite ni hablar u opinar siquiera. Para que tenga pleno sentido ponderar entre libertades en litigio en este o aquel caso, ha de haber sido previamente la ley general capaz de asegurar la vida de todos y la esclavitud de ninguno. Y así sucesivamente.
Que los de la Europa Central o del Norte se cansen de la democracia o acaben abominando de la ley general y abstracta y de su ceguera, es más que comprensible y tal vez sirva para dar impulso a nuevos modelos de Estado legítimo que, sin negar los logros anteriores, nos hagan más felices. Que para esa aventura vuelvan los profesores a echarse en brazos de iusnaturalismos y objetividades morales y dejen entre paréntesis ese culto a la ley legítima que se dice propia del positivismo, pero que ha sido seña de identidad de toda una cultura del Estado de Derecho, también se puede entender y hasta mirar con simpatía. Pero que sean países como Ecuador los que renuncien a lo que propiamente jamás tuvieron, por desgracia, los que confíen en mesías y profetas, los que desprecien la legalidad y piensen que las reformas sociales más justas y necesarias van a llegar desde el poder y por concesión graciosa de presidentes o altos tribunales, da miedo y algo de lástima, si se me permite la expresión.
Si yo fuera ecuatoriano, querría una Constitución tan moderna como discreta, con más garantías reales que declamaciones importadas e impostadas. Si yo fuera ecuatoriano, querría un sistema jurídico que a mí y a todos mis conciudadanos nos asegurara la libertad en igualdad y sentirnos dueños de los destinos individuales y colectivos, dueños por nosotros mismos y sin paternalismo ajeno, dueños porque el sistema jurídico nos asegura que nadie nos maltratará arbitraria e impunemente, porque el sistema jurídico nos asegura que podemos adquirir los elementos de juicio y la cultura para deliberar en democracia, porque el sistema jurídico nos asegura que no se nos puede ni castigar ni premiar por criticar al poder establecido ni por alabarlo, porque el sistema jurídico nos asegura que los jueces defienden antes que nada a los ciudadanos frente al poder y no al poder frente a los ciudadanos. Si yo fuera ecuatoriano, en suma, soñaría con que pronto yo o mis hijos pudiéramos vivir como suecos o como daneses sin renunciar a ser ecuatorianos y sin tener que irnos a Suecia o Dinamarca; y sin rendir pleitesía a ningún poder ni tener que dar las gracias a nadie más que a nuestro esfuerzo colectivo y en libertad. Si yo fuera ecuatoriano, simpatizaría con aquellos teóricos del Derecho y de la Constitución que quisieran darme voz en libertad en lugar de regalarle, sin control, mi representación a presidentes, jueces o cualesquiera otros caprichosos ponderadores de principios.
Si yo fuera ecuatoriano, estaría ciertamente esperanzado, pues, en medio de tantas dificultades y tantos malos ejemplos propios y ajenos, vería que en mi país existen abogados íntegros que defienden, aun con riesgo propio, las causas más justas de la libertad y la igualdad; que existen juristas capaces y formados que cuando hablan del Derecho y la Constitución no buscan subterfugios para hacer valer su personal moral o sus particulares intereses, sino el interés general y el bien del pueblo libre; que existen profesores que cuando explican el Derecho y la Constitución a sus estudiantes buscan y fomentan el diálogo entre las doctrinas, la ilustración por la vía del conocimiento auténtico y el ejercicio de la única libertad en el debate amistoso, pues no otra cosa es la vida académica sino debate en libertad y entre los que saben y los que quieren aprender. Si yo fuera ecuatoriano, vería con optimismo mi futuro y el de mi país porque existen abogados, juristas y profesores como el doctor Jorge Zavala Egas. Sus estudiantes son su semilla, su obra el testimonio y el fruto de todos será la libertad en igualdad.
León (España), 30 de abril de 2010.
[1] Miguel Carbonell, Leonardo García Jaramillo (eds.), El canon neoconstitucional, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2010.
[2] Cfr. Juan Antonio García Amado, “Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores”, F. Mantilla Espinosa (ed.), Controversias constitucionales, Bogotá, Editorial Universidad del Rosario, 2008, pp. 24ss; “Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas. Acotaciones a Dworkin y Alexy”, en Miguel Carbonell, Leonardo García Jaramillo (eds.), El canon neoconstitucional, cit., pp. 369ss.
[3] En consecuencia, podríamos decir que una doctrina merecerá tanto más el nombre de neoconstitucionalista cuanto más se acerque a este modelo, es decir, cuantas más de esas notas definitorias contenga.
[4] Alejandro Carrió (con la colaboración de Alberto F. Garay), La Corte Suprema y su independencia, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1996.
[5] Como la muy intensa -y absolutamente respetable- religiosidad de ambos.
[6] O que se han aprovechado perversamente de otros, si se prefiere ver así.
miércoles, 20 de julio de 2011
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